La muerte es una idea que hice propia desde que tengo uso de razón. Me aterra. Como ateo que soy, creo en que esto es todo. No hay un más allá. Cuando uno se muere, es como si uno nunca hubiera existido. Es un pensamiento horrible.
No temo a la muerte en sí misma, como suceso. Temo al vacío. A esa pérdida definitiva de la consciencia que supone la muerte, de la que diariamente degustamos un poco mientras dormimos. Dormir es el entrenamiento para reconciliarnos con la idea del insondable vacío.
Hay ocasiones en las que de la nada me golpea la inexorable certeza de que voy a morir. Es entonces cuando mi imaginación hace un esfuerzo sobrehumano para tratar de dar sentido a… la nada. Frente a lo inefable, queda la impotencia. Y el terror. El ser humano es incapaz de concebir la nada, no digamos ya de describirla. A decir verdad, es ridículo intentarlo. Epicuro dijo:
La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.
Epicuro de Samos
Parafraseando: la muerte, que no es otra cosa que la nada, es incompatible con el ser —con el yo, conmigo—; por tanto, no es posible concebirla. Lo concebible está delimitado por nuestra experiencia previa y, me temo, la muerte —la propia, aclaro, porque la ajena nos es muy familiar— nunca formará parte de lo cognoscible.
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